(Fuente: José T. Guido, Biografía de Manuel Dorrego)
(El fusilamiento de Dorrego, obra de Rodolfo
Campodónico)
Dorrego (…) pidió a La Madrid, compadre suyo, le acompañase
al lugar de la ejecución. Éste contestó: “No tendré valor para presenciar la
muerte de un amigo”. Quiso a lo menos cambiar de chaqueta con él. Hecho esto, y
después de entregarle otras prendas de su uso, como memoria a sus dos hijas que
iban a ser huérfanas, dijo: “Ya estoy pronto”. Se le instó subiese a un
carruaje, porque había que andar alguna distancia, a lo cual replicó: “No: mis
piernas están tan firmes como mi corazón”.
Pónese en marcha: ninguna insignia decoraba su traje. Una
corbata negra ocultaba las gloriosas y antiguas cicatrices de su cuello.
Al llegar al cuadro formado en medio de todo el ejército,
saluda cortésmente al oficial de la escolta que le acompañaba. Se postra para
recibir del ministro de Dios su última absolución. En seguida, levantándose,
pide un abrazo al oficial encargado de mandar el fuego, y le recomienda transmitir
en su nombre esta señal de cariño a todos sus compañeros.
Se vendan sus ojos animados por la llama de un sentimiento
sublime; y en el instante mismo en que se escondía el sol de aquella tarde,
resonó la horrible detonación de las armas que arrancaron en su verdor la vida
de Manuel Dorrego. El cadáver del Jefe supremo de la República permaneció
arrojado por algunas horas, hasta que se le dio humilde sepultura, sin féretro,
cerca de la capilla del pueblito.
La noticia cayó en Buenos Aires como un rayo. No se veía en
todos los semblantes sino la consternación o el temor.
Unas modestas exequias anunciadas a los pocos días en San
Francisco atrajeron un concurso extraordinario en que todos pagaron el tributo
de la más viva sensibilidad.
Un año después, el pueblo entero asistía durante tres días a
los funerales decretados por el gobierno del general Viamonte. (sic) Exhumados
los restos fueron conducidos decorosamente a San José de Flores. Ese vecindario
asistió a los sufragios religiosos, y al panegírico que produjo honda
sensación. Siguió el convoy a Buenos Aires, depositando los despojos mortales
en la iglesia de la Piedad, de donde fue a recibirlos el Gobierno para
transportarlos a un salón del Fuerte convertido en capilla ardiente. En ella se
dijeron misas desde las cuatro de la mañana hasta las diez. Las preces del
clero y de los ciudadanos dieron a ese lugar el aspecto de una romería a la
tumba de un mártir o de un apóstol en los orígenes del Cristianismo.
La Catedral recibió ese depósito en un catafalco donde fue
colocado por cuatro generales. La pompa de la iglesia católica acompañó los
ritos consagrados por ella a los difuntos. Nunca se elevaron bajo esas bóvedas
augustas tantos suspiros envueltos en incienso. Se pronunció por el canónigo
Figueredo una oración fúnebre que él empezó con las palabras del libro de los
Macabeos sobre Jonatan. En el mismo tiempo se celebraba una misa de “réquiem”
en todos los curatos de la provincia, y se había decretado un luto de tres
días.
El gobernador Rosas, con todas las corporaciones del estado
y con el hermano del finado, asistía a la ceremonia.
Nunca desde el tiempo en que las reliquias de germánico
fueron llevadas a Roma por su viuda se había visto a un pueblo lamentar más
sinceramente la pérdida de uno de sus hijos.
Después, un carro de forma antigua y arrastrado por los
ciudadanos, atravesó lentamente la ciudad. Los inválidos, los ancianos, los
mendigos, los niños de las escuelas, seguían las filas compactas de un cortejo
brillante que parecía interminable. Todo el ejército hacía los honores
prescriptos para los Jefes Supremos de las Naciones. Durante el trayecto,
guirnaldas de flores eran arrojadas
sobre el carro por las manos de la belleza. Las salvas de artillería de los fuertes y de
las estaciones navales retumbaban cada cuarto de hora durante todo el día, y se
mezclaban a las graves armonías de una música triunfal.
Disipábanse ya las últimas vislumbres de la tarde, cuando
esa marcha terminó en el cementerio. Allí Rosas leyó al reflejo de una antorcha
este discurso: “¡Dorrego! ¡Víctima ilustre de las disensiones civiles! Descansa en paz… La Patria, el honor y la
religión han sido satisfechos hoy, tributando los últimos honores al primer
magistrado de la República, sentenciado a morir en el silencio de las leyes. La
mancha más negra en la historia de los argentinos ha sido ya lavada con las
lágrimas de un pueblo justo, agradecido y sensible. Vuestra tumba, rodeada en
este momento de los representantes de la Provincia, de la magistratura, de los
venerables sacerdotes, de los guerreros de la independencia, y de vuestros
compatriotas dolientes, forma el monumento glorioso que el gobierno de Buenos
Aires os ha consagrado ante el mundo civilizado… monumento que advertirá hasta
las últimas generaciones, que el pueblo porteño no ha sido cómplice en vuestro
infortunio… Allá, ante el Eterno, árbitro del mundo, donde la Justicia domina,
vuestras acciones han sido ya juzgadas: lo serán también las de vuestros
jueces, y la inocencia y el crimen no serán confundidos… Descansa en paz entre
los justos… Adiós, Dorrego, adiós para siempre”.
Las palabras que acaban de leerse eran dignas de la ocasión.
Dominaba en ellas la razón de Estado; pero la historia, y aun la biografía,
tienen la misión de dar a las acciones humanas su nivel, y austero culto a la
verdad.
El examen atento del carácter y de los hechos de Dorrego no
le presentan como un modelo del militar y del ciudadano en su significación más
elevada. Faltó frecuentemente a uno de los primeros deberes del soldado, que es
la subordinación. Como republicano, no tuvo la pureza que admiramos en otros
ciudadanos. Halagó pasiones de la muchedumbre, y no fue escaso de promesas a
sus amigos ni de sarcasmos a los que no lo fueron. Abusó de los resortes
electorales, aprovechando los elementos que estaban más a mano. Alentó la
vanidad de caudillos, que él miraba como
instrumentos de su elevación. Su correspondencia con ellos deja traslucir el
deseo inmoderado de suplantar a sus rivales. El elogio a esos corresponsales no
podía ser sincero, y cuando en una de sus cartas ofrecía al gobernador
vitalicio de Santiago, don Felipe Ibarra, enviarle una espada de oro, reiría
interiormente del dudoso mérito del correligionario. Tales defectos
magnificados por sus enemigos, prepararon quizás la catástrofe. Pero ésta es
solamente una faz de su figura histórica. Sus talentos fueron sobresalientes.
Tenía las mejores dotes del tribuno popular y del orador parlamentario. Nadie
le aventajó en la claridad y en la rapidez de concepción entre sus colegas del
Congreso General Constituyente. Su corazón simpatizaba con todo lo grande y con
todo lo bueno. Sintió con vehemencia el amor, la amistad, la admiración.
Ardiente en los combates tuvo horror a la sangre y clemencia con el vencido,
llegando a cubrir con sus propios vestidos al enemigo caído. Pagó el mal
haciendo todo el bien posible, y salvando a sus perseguidores. En fin, durante
su gobierno, desplegó para con sus opositores de la víspera una moderación que
hubiera debido desarmarlos.
Sorprendido por la muerte sentía en su pecho el fuego
juvenil, la vio llegar con la serenidad de un soldado argentino, y con la
mansedumbre de los héroes cristianos.
Parecía que entre un ser tan noble y el cadalso había la
distancia inconmensurable del zenit al ocaso.
Hubo sin embargo quien osó arrebatar a la naturaleza sus
derechos y a la justicia su balanza. Las leyes divinas y humanas fueron
conculcadas por el general don Juan Lavalle en ese cruento sacrificio. ¿Qué
víctima era ésta, coronada con los laureles de la independencia americana, y
rodeada de primicias de la paz que acababa de ofrecer a su patria? Dorrego,
glorioso e inocente, era inviolable. Jamás soldado alguno arrojó sobre su
conciencia mayor responsabilidad que Lavalle. Su ignorancia del derecho
público, o su odio inconcebible, no disminuyen la magnitud del atentado
consumado por su rebelión.
Así, ni los antecedentes esclarecidos de este general, ni su
empresa para derrocar la dictadura, bastarían a redimirle, si su
arrepentimiento tardío y su fin lamentable no hubiesen convertido en tristeza
el rubor de sus conciudadanos.
Hay algo en el fondo de este episodio lúgubre que puede
modificar el criterio de la posteridad.
Existen razones poderosas para admitir que su fatal
determinación le había sido sugerida en conciliábulos secretos por otros
hombres cuyos principios le merecían absoluta confianza y por muchos de sus
compañeros de armas.
Los nombres de aquellos conjurados fueron el tema de
publicaciones en ambos mundos, pero no podemos, después de medio siglo,
hacernos el eco de esas confidencias, cuando falta la evidencia perfecta, y
cuando el error en éste casi sería la calumnia.
Hoy bajo un mismo cielo, testigo de esta inmolación, reposan
eternamente casi justos, el ajusticiado de Navarro y el sacrificador. Sus urnas
cinerarias, protegidas por la piedad, genio divino inclinado sobre los
sepulcros, ofrecen lecciones más imperecederas que el cedro de que están
fabricadas.
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