El féretro de Eva pasó la noche en el Congreso Nacional. Era
una figura pequeña y blanca como la nieve, vestida con una túnica también
blanca, con su rubio cabello descansando ordenadamente sobre su pequeña
almohada blanca: parecía que solamente necesitaba el beso de unos de sus leales
descamisados para volver a la vida. Esa mujer, que al morir pesaba 34 kilos,
que dejaba de ser una realidad para comenzar a tomar forma de mito, fue una
mujer que generaba pasiones: amada por unos, que la percibían casi como una
santa, y odiada hasta el delirio por quienes se habían sentido afectados por su
accionar y la consideraban ambiciosa y sin escrúpulos. Adorada, odiada, nunca
ignorada. Fuerte, inteligente, llena de pasión.
Antes de ser retirada del Congreso, el ministro del Interior,
Ángel Borlenghi, le dedico unas sentidas palabras de despedida: “…con su paso a
la eternidad, la tarea del pueblo es servir incondicionalmente al general Perón…”.
Finalizó su discurso, poniendo una mano sobre el ataúd y mirando hacia la
quieta figura: "Eva Perón, juramos por la patria y por usted continuar
luchando para ser leales a Perón y para dar nuestras vidas por Perón".
Tambíen despidieron a Evita el doctor Rodolfo Valenzuela, en
nombre de la Suprema Corte de Justicia, y Juanita Larrauri, su mano derecha en la
Rama Femenina del Movimiento.
Entonces los trabajadores vinieron a buscarla. El Féretro con
el cuerpo de Eva abandonó el Congreso. Fue colocado sobre una cureña Dos carros alegóricos, que llevaban antorchas
encendidas y el lema "La llama de tu memoria vivirá para siempre en
nuestra vidas", precedían el ataúd. En ellos había también trabajadores
que a lo largo de todo el camino iban esparciendo flores y pétalos frente a las
ruedas de la cureña. Sin embargo, más y más flores caían como una lluvia desde
las atestadas ventanas de los edificios que bordeaban el camino por donde
desfilaba el cortejo.
Otelo Borroni y Roberto Vacca describen así los sucesos que
acontecieron en el trayecto final de Evita:
“Por la tarde, alrededor de dos millones de personas se
congregaron en el trayecto de lo que constituiría el cortejo fúnebre más
imponente realizado en el país.
La cureña recorrió las calles Rivadavia, Avenida de Mayo,
Hipólito Yrigoyen y Paseo Colón precedida por nueve patrulleros de la Policía
Federal. A modo de valla de contención, 17 mil soldados estaban apostados a las
órdenes del general de división José Domingo Molina, el Capitán de intendencia
Enrique Mancione y el Coronel Nicanor Erce.
Treinta y cinco hombres y diez mujeres – secretarios de
sindicatos elegidos por sus méritos - eran los responsables de arrastrar la
cureña. Vestían camisas blancas y pantalones o polleras negras. Sobre sus
pechos pendía un crespón negro.
A los costados de la cureña, en correcta formación, cadetes
del Colegio Militar y de las Escuelas Naval y de Aviación, junto a alumnos de
la Ciudad Estudiantil y enfermeras de la Fundación, constituían una doble
Guardia de Honor.
A las 17.50, mientras se escuchaba en la ciudad callada una
salva de 21 cañonazos y un corneta del Ejército tocaba a silencio, seis lacayos
de la empresa de pompas fúnebres Lázaro Costa introdujeron el ataúd en el
recinto de la Central Obrera.” (1)
“EVA”
Calle Florida, túnel de flores
podridas.
Y el pobrerío se quedó sin madre
llorando entre faroles sin crespones.
Llorando en cueros, para siempre,
solos.
Sombríos machos de corbata negra
sufrían rencorosos por decreto
y el órgano por Radio del Estado
hizo durar a Dios un mes o dos.
Buenos Aires de niebla y de silencio.
El Barrio Norte tras las celosías
encargaba a París rayos de sol.
La cola interminable para verla
y los que maldecían por si acaso
no vayan esos cabecitas negras
a bienaventurar a una cualquiera.
Flores podridas para Cleopatra.
Y los grasitas con el corazón rajado,
rajado en serio. Huérfanos. Silencio.
Calles de invierno donde nadie
pregona
El Líder, Democracia, La Razón.
Y Antonio Tormo calla
"amémonos".
Un vendaval de luto obligatorio.
Escarapelas con coágulos negros.
El siglo nunca vio muerte más muerte.
Pobrecitos rubíes, esmeraldas,
visones ofrendados por el pueblo,
sandalias de oro, sedas virreinales,
vacías, arrumbadas en la noche.
Y el odio entre paréntesis,
rumiando venganza
en sótanos y con picana.
Y el amor y el dolor que eran de
veras
gimiendo en el cordón de la vereda.
Lágrimas enjuagadas con harapos,
Madrecita de los Desamparados.
Silencio, que hasta el tango se
murió.
Orden de arriba y lágrimas de abajo.
En plena juventud. No somos nada.
No somos nada más que un gran
castigo.
Se pintó la República de negro
mientras te maquillaban y enlodaban.
En los altares populares, santa.
Hiena de hielo para los gorilas
pero eso sí, solísima en la muerte.
Y el pueblo que lloraba para siempre
sin prever tu atroz peregrinaje.
Con mis ojos la vi,
no me vendieron esta leyenda,
ni me la robaron.
Días de julio del 52
¿Qué importa donde estaba yo?
No descanses en paz, alza los brazos
no para el día del renunciamiento
sino para juntarte a las mujeres
con tu bandera redentora
lavada en pólvora, resucitando.
No sé quién fuiste, pero te jugaste.
Torciste el Riachuelo a Plaza de
Mayo,
metiste a las mujeres en la historia
de prepo,
arrebatando los micrófonos,
repartiendo venganzas y limosnas.
Bruta como un diamante en un chiquero
¿Quién va a tirarte la última piedra?
Quizás un día nos juntemos
para invocar tu insólito coraje.
Todas, las contreras, las idólatras,
las madres incesantes, las rameras,
las que te amaron, las que te
maldijeron,
las que obedientes tiran hijos a la
basura de la guerra,
todas las que ahora en el mundo
fraternizan
sublevándose contra la aniquilación.
Cuando los buitres te dejen tranquila
y huyas de las estampas y el ultraje
empezaremos a saber quién fuiste.
Con látigo y sumisa,
pasiva y compasiva,
única reina que tuvimos,
loca que arrebató el poder a los
soldados.
Cuando juntas las reas y las monjas
y las violadas en los teleteatros
y las que callan pero no consienten
arrebatemos la liberación
para no naufragar en espejitos
ni bañarnos para los ejecutivos.
Cuando hagamos escándalo y justicia
el tiempo habrá pasado en limpio
tu prepotencia y tu martirio,
hermana.
Tener agallas, como vos tuviste,
fanática, leal, desenfrenada
en el candor de la beneficencia
pero la única que se dio el lujo
de coronarse por los sumergidos.
Agallas para hacer de nuevo el mundo.
Tener agallas para gritar basta
aunque nos amordacen con cañones.
María Elena Walsh
(1) “La
vida de Eva Perón”, Otelo Borroni, Roberto Vacca, Ed Galerna, 1970 págs 320-321